VEINTINUEVE, TÍJIRI, TREINTA Y UNO


El turismo es un gran invento. Lo sabía Paco Martínez Soria y lo sabía Manuel Fraga cuando acuñó en los sesenta el popular eslogan Spain is different para atraer a España como la miel a las moscas a la horda de guiris de calcetines en chanclas y tez de bogavante que hoy forman parte imprescindible del paisaje estival de cualquier villorio mediterráneo. Lo saben en Cuba y lo saben en Belfast, donde antiguos miembros del IRA ofrecen hoy a los visitantes de la ciudad la posibilidad de conocer lugares híticos del conflicto norirlandés mediante un servicio de taxis turísticos. Lo saben los mercaderes de Estambul, lo sabe Lenin en su mausoleo y lo saben las autoridades de la miríada de islitas que aderezan el Pacífico a todo lo largo de la línea internacional de cambio de fecha y a las cuales, todos los diciembres, afluye una lucrativa turbamulta de turistas de todas partes, ansiosa por adelantarse a todo el planeta en la celebración del año nuevo.

Samoa y Tokelau, dos de esas pequeñas naciones insulares, constituían hasta el pasado diciembre el último punto terráqueo en el que declinaba el sol de los días viejos, y consiguientemente el último bastión de los años salientes. No deja de ser un título pomposo y atrayente, del tipo de ése que timbra la ciudad de Ámsterdam como “Venecia del norte”, o del que describe a la española de Oviedo como “capital del Paraíso”, pero el jugoso aporte turístico que los dirigentes de estos minúsculos estados persiguen con denuedo no acababa de responder a las expectativas. Está más en la naturaleza humana aplaudir lo nuevo que aferrarse a lo viejo, y los turistas preferían acudir a los archipiélagos que, aun vecinos, se disponen al otro lado de la línea y son, por lo tanto, no los postreros sino los primeros en llevar a cabo los festejos. Las perspectivas económicas, comprendieron samoanos y tokelauanos, serían mejores perteneciendo a ese selecto grupo de repúblicas isleñas.

Un buen día se les ocurrió abolir el día 30 de diciembre.

En un viejo capítulo de Los Simpsons, el abuelo Abe comienza a contar una de las historias delirantes, mezcla de senilidad y afán de protagonismo, que conforman su vis cómica, refiriendo que corría el año mil novecientos tíjiri dos. El káiser, decía, les había robado el número veinte. No soy muy amigo de los aforismos ni de las frases hechas, pero lo cierto es que a veces, muchas veces, la realidad supera a la ficción.

Pablo Batalla Cueto

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