JI SIGUANG O LA ANTIFUGA


Quienes alguna vez hayan trampeado en un examen, recurriendo ben al clásico papelito discretamente ubicado en un pliegue de la ropa, bien a soluciones más toscas y riesgosas como garabatearse un par de fórmulas o datos en la palma de la mano o efectuar un cambiazo, bien a recursos imaginativos como manuscribir el temario en un kleenex o grabarlo en la caña de un bolígrafo, saben que el éxito en sortear la vigilancia del profesor radica en la naturalidad. En no levantar la vista hacia el maestro con ojos nerviosos, sino ojear la copialina con toda la despreocupación de los actos legales. Vemos lo que queremos ver, y asumimos en todo farsante un mínimo estado de excitación. Cuando el fullero es capaz de camuflar actoralmente su intranquilidad, un velo como de sombras oculta mágicamente sus artimañas. Antes se caza al tramposo inquieto de la chuleta en el bies de la sudadera que al que, impasible, la coloca encima de la mesa a la vista de todos.

Similar deducción debió de hacer Ji Siguang, un chino de China en busca y captura en ese país desde que en 1998 atacara a un policía y se diese a la fuga y hasta hace apenas un mes, cuando fue finalmente arrestado. Lo esperable sería imaginarse al tal Ji escondido todos estos años en algún recóndito peñasco del Tíbet, o, como los fugaos de la posguerra española, en un sótano o un desván disimulado bajo el suelo o sobre las vigas de alguna casa de campo. Nada más lejos de la realidad: Ji Siguang, eso sí, con el falso nombre Zhang Guofeng, ha sido en este tiempo uno de los rostros más conocidos de la televisión china, como intérprete de un monje budista en la serie Tigres de Shaolin y, ironías de la vida, de un detective en Acecho. Nadie, durante trece años, dio en relacionar la popular cara de Zhang con la que de Ji exhibían los carteles de individuos buscados por las autoridades.

Cabe la posibilidad de que sea cierto, después de todo, eso que dicen las malas lenguas occidentales de que todos los chinos son físicamente idénticos, y que a ello se deba el éxito de la inverosímil antifuga de Ji Siguang. En todo caso, el suyo es tan solo un ejemplo entre cientos de criminales y embusteros notorios que, sin el menor asomo de pudor o temor de ser descubiertos y señalados, todos los días, en todas partes, lucen palmito en los saraos de las socialités y en los titulares del telediario, sonrientes y alumbrados por todas las luces y todos los taquígrafos, sin que a ningún aventajado hijo de vecino se le ocurra identificarlos como los hideputas que le han dejado en el paro, le han disparado el precio del billete de metro, de la gasolina o del aceite de oliva o le mataron a su bisabuelo en 1937. La moraleja prevalece, pues. Naturalidad, naturalidad. Es la clave.

Pablo Batalla Cueto

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