LA PUNTA DEL ICEBERG


Sobre la Coca Cola y colateralmente sobre Pepsi, amadas y odiadas criaturas predilectas del capitalismo y del American way of life, han corrido siempre las más variopintas leyendas urbanas, inventadas y propagadas por rabiosos denostadores del producto y del productor para desacreditarlos. Como en las que se cuentan de la cadena McDonald’s, estas historias involucran habitualmente, de una manera o de otra, la presencia de ratas, animales pestilentes por excelencia asociados desde hace siglos a la enfermedad, a la muerte y a lo demoníaco. El brujesco despiece aprovecha, según los murmuradores, de la rata hasta los andares: la carne para las hamburguesas y la orina para los refrescos.

Abrumadas por esta clase de calumnias, las multinacionales se han visto compelidas algunas veces, cuando la cizaña se extiende de tal manera que afecta a las ventas, a desarticularlas públicamente. En ocasiones, y como suele suceder, el remedio es peor que la enfermedad y se desviste un santo para vestir otro: la explicación proporcionada desmonta un mito, pero pare otro, más inquietante y morboso. Ha sido el reciente caso de Pepsi, que hubo de enfrentar en abril de 2009 la denuncia de Ronald Ball, un yanqui de Illinois que dijo haberse topado con un ratón entero en el interior de una botella de Mountain Dew, uno de los refrescos de la marca. Pepsi se defendió echando mano de argumentos científicos que vendrían a probar la imposibilidad de la preservación del cuerpecillo de un pequeño mamífero como el roedor de marras en el polémico líquido: los potentes ácidos deberían desintegrar o, al menos, convertir en una sustancia gelatinosa (¡bluergh!) el cadáver.

Pepsi no niega, pues, la posibilidad de que sus latas de bebercio contengan inesperados regalitos de procedencia animal, sino tan solo la de que la sorpresa sea visible y constatable. Infinitesimales moléculas de rata pueden estar burbujeando en el buche de algún incauto bebedor de Pepsi y lo peor es pensar que, al fin y al cabo, Pepsi sólo ha contado lo que se ha visto obligado a contar, e imaginarse cómo de aterradores han de ser los siete octavos de iceberg sumergidos. Qué no sabremos y qué no estaremos viendo. In Pepsi fallacia, hubiera dicho Séneca.

Pablo Batalla Cueto

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