EL RETRATO DE DAL MI-BAE


Allá por los últimos noventa existió en España un videojuego enormemente popular, comercializado por la extinta Dinamic Multimedia, que marcó la pre y protoadolescencia de mi grupo de amigos, en los últimos estertores de diversión sana e infantil previos a la explosión de hábitos mucho menos saludables característicos de la plena pubertad. Se llamaba PCFútbol, y era uno de esos juegos tipo manager basados en la gestión de un club deportivo, en los que el usuario interpreta a la vez los papeles de presidente y entrenador del equipo, pudiendo escogerse entre cientos de escuadras de las tres primeras divisiones de la liga española más las de las ligas europeas y americanas más importantes.

Mis amigos y yo nos reuníamos, habitualmente en mi casa, para jugar, eligiendo cada uno un equipo y disputando sucesivas competiciones. Existía un pequeño problema: PCFútbol era un juego extraordinariamente avanzado para la época, un prodigio gráfico que exigía para funcionar adecuadamente los procesadores más potentes del momento, pero mi ordenador de entonces era un viejo 486 de segunda mano, insuficiente para albergar aquel desbocado torrente de información. Jugábamos igual, pero debiendo soportar la indecible lentitud con que mi fatigada computadora era capaz de transportar la sobrecarga de sus minúsculas alforjas. Transitar de una jornada a otra, y procesar el rosario de cambios que comportaba el avance, tomaba, por ejemplo, varios minutos, durando el lapso en un ordenador adecuado no más que unos segundos. Algunas veces se colgaba el ordenador, y debíamos reiniciar la partida.

Esto que le sucedía a mi viejo 486 también nos pasa a los seres humanos algunas veces, cuando se pretenden insertar softwares excesivamente potentes en el hardware limitado de alguno de nuestros conégneres. Charles Chaplin nos enseñó, en una de las escenas más famosas de la historia del cine, lo que acontece entonces: en Tiempos modernos, un empleado de una factoría de producción en serie enloquece de golpe después de ser sometido a largas jornadas de trabajo repetitivo y agotador apretando tornillos. Cortocircuita, como mi viejo ordenador, al pretenderse hacerle pasar por la incansable máquina que no es.

La perfección humana es, como el PCFútbol en 1999, un vistosísimo videojuego que requiere discos duros amplios como estadios olímpicos, y tarjetas gráficas, y memorias RAM potentes como el disparo de Rivaldo. Cuando se la quiere instalar en destartalados campos de pueblo o se la pretende hacer volar propulsada por las botas de un delantero de Segunda Regional, pasa lo que pasa. Que el ordenador se cuelga, y es menester reiniciarlo o pegarle un par de puñetazos, que es algo que también funcionaba a veces. Es el caso de esos grotescos culturistas que entregan su cuerpo a varias horas diarias de gimnasio para convertirlo en un reluciente y antiestético amasijo rojizo de músculos y venas, y es, también, el caso de Dal mi-Bae.

Obsesionada con estar siempre perfecta, incluso de noche, arrebujada, sola y a oscuras, entre las mantas de su cama, Dal mi-Bae, una joven zagala surcoreana, encadenó más de dos años sin desmaquillarse, aplicándose cada mañana en el rostro una nueva capa de cosméticos sin retirar previamente el reseco barniz del día anterior. Cuando, ochocientos días después, su madre logró, por fin, convencerla para que se desmaquillara (optó por el reinicio; yo hubiera optado por el par de puñetazos), se reveló que su maltratado pellejo había sufrido daños irreparables, y lucía avejentado y estropeado, como el de una mujer dos décadas mayor.

En El retrato de Dorian Gray, el tal Dorian permanece siempre joven y apuesto, después de expresar el deseo de no envejecer jamás, y de que su retrato, oculto en un desván, lo hiciera por él. Cambia, todo cambia: siglo y pico después, la basca prefiere que lo escondido sea su propio rostro, y que el que permanezca perfecto e incorruptible a la vista de todos sea el cuadro.

Ironías de la vida: ahora Dal mi-Bae debe maquillarse todos los días para camuflar sus arrugas.

Pablo Batalla Cueto

Fuente: El Espacio: Una joven aparenta 40 años por pasar 800 días sin quitarse el maquillaje

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