LITTLE MINDS OF AMERICA


Cuenta la leyenda que, una noche del año treinta y tantos del siglo XIX, el general Zumalacárregui, exhausto y famélico tras una dura jornada de fragosidades bélicas –ardía en España la Primera Guerra Carlista–, recorriendo las sinuosas veredas del Pirineo navarro a la busca de algún techo agradable bajo el que aposentar sus magullados huesos y recuperar fuerzas, encontró un caserío, una de esas grandes casonas solariegas típicas de esa zona del mundo. Juzgó suficientemente acogedor el lugar el militar, y se acercó a la puerta. Llamó, toc toc. La gravedad labriega de la voz del ama resonó, unos segundos después, tras la gruesa hoja de madera: “¿Quién va?” Fatigosamente arrastrada, pero firme y orgullosa, suena acto seguido la del caudillo tradicionalista: “Tomás de Zumalacárregui y de Imaz, general del ejército carlista.” Cual impelida por un mágico ábrete sésamo, la puerta se abre. Aparece, detrás, la recia matrona, ruborizada y azorada por un súbito acceso de tembleque nervioso. Balbucea algo como que a qué debe la humilde morada de los Tirgo el honor de una visita tan ilustre. Le asegura el general que de nadie más que suyo sería el honor de ser agasajado esa noche con un jergón y algo caliente que echarse al coleto.

Le garantiza entre reverencias y ademanes exagerados María Tirgo el lecho; no, empero, la pitanza. Son malos tiempos éstos, explica avergonzada, pero veré lo que puedo hacer. Se allega, presurosa, a la cocina; rebusca en la desangelada alacena, enflaquecida por las privaciones de la guerra. Encuentra unas cuantas patatas, un par de  huevos y una solitaria cebolla. Observa la exigua materia prima con ojos dubitativos; en su cabeza echan a rodar los engranajes de la creatividad artística. Se le enciende una anacrónica bombilla en el cerebro: “¿Por qué no juntarlo todo?” Obtenida una viscosa mixtura amarillenta, pronuncia para sí un segundo eureka etnográfico: “¿Por qué no freír la mezcla?”

Cristóbal Colón murió sin saber que había descubierto América. María Tirgo falleció, probablemente, inconsciente a su vez de la trascendencia de su apurado invento, en la que tampoco debió de reparar el hambriento general mientras devoraba aquel extraño condumio con avidez: acababa de nacer la tortilla de patatas, el sanctasanctórum de la gastronomía española.

Nada nuevo es que el hambre agudiza el ingenio, y que de la necesidad es posible y recomendable hacer virtud. Si algo bueno tienen las crisis es su capacidad de estimular las mientes del necesitado respetable. Los más insignes monumentos de la historia de la literatura nacieron del apremiado ingenio de escritores arruinados, acosados por las deudas o por el hambre; las mejores películas, del cacumen de cineastas asfixiados por el inquisitorial corsé de la censura, sólo sorteable mediante la ideación de cuidadosas sutilezas. Tienen, sí, las crisis esta vertiente de parteras de genialidad, pero la frontera entre la genialidad y la estupidez es microscópicamente fina, y, en ocasiones, la creatividad que las crisis alimentan es justo la contraria: la capaz de producir los más rocambolescos disparates.

Ritch Workman, congresista estatal republicano de los Estados Unidos, propuso el año pasado relegalizar en Florida un viejo deporte hoy prohibido, con el propósito de combatir la recesión creando puestos de trabajo. “Estoy cansado de que el Gobierno decida todo por la gente. Es una especie de ‘gran hermano’ que se opone a que la gente tenga un empleo”, argumentó con impetuosidad para defender su proyecto: derogar la interdicción del lanzamiento de enanos. El entretenimiento, popular en muchos bares norteamericanos en los años ochenta, consistía en estrellar enanos –con la cabeza, eso sí, protegida por un casco– contra una pared, agarrándolos por los pies y propulsándolos con la mayor fuerza posible. A cambio, los enanos eran obsequiados con una pequeña recompensa.

La proposición, para alivio de Little People of America, principal asociación de enanos del país, fue rechazada. A algún que otro picaruelo se le ocurrió entonces lanzar una interesante contrapropuesta, que, por desgracia, tampoco ha llegado a término: la de legalizar el mucho más atractivo lanzamiento de congresista. Cuenta quien quiera volver a promoverla con mi más ardiente apoyo.

Pablo Batalla Cueto

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